La de Olvido García Valdés es ya una «de las escrituras más fervientemente medulares de la poesía española contemporánea» (Eduardo Milán). Seis años después de Y todos estábamos vivos, que mereció el Premio Nacional de Poesía, los poemas de Lo solo del animal vuelven a mostrar una voz singular y reconocible, que sin embargo rehúsa fijarse y afronta cada vez un riesgo nuevo, notable siempre en la altura de los resultados. Lo solo del animal propone una meditación sobre lo animal de la soledad, un lugar no verbal, de existencia, en que coincidirían todos los seres, pero que aquí se abre al conocimiento y se afila en la conciencia. En el curso de lo cotidiano, contra el fondo de la enfermedad y la muerte, entre los trazos de una lúcida desesperación, crece una empatía o compasión con lo que existe, una dulzura desplazada hacia el mundo, hacia el ajeno fluir de la vida, «rara y querida como una enfermedad», que encarnan mejor que nadie los pequeños animalillos, tan frágiles y resistentes. Si escribir puede ser en ocasiones como pintar, las composiciones de este libro son cuadros sonoros hechos de materia viva: la naturaleza, las plantas, los animales, el ser humano; se diría que una especial sensibilidad de la escritura va reconociendo las palabras por su son, como si las palpara musicalmente. El poema cuida del registro físico, corporal de las sensaciones, que funcionan como órganos del sentimiento y la emoción, en continuidad con un insistente pensar o con la pregunta de peso ético. La realidad, al mismo tiempo que se crea, también se desarticula y fragmenta; sin embargo, el signo fragmentario de Lo solo del animal no oculta la impresión de estar leyendo un único poema, tejido en los variados hilos que lo cruzan, en sus estratos permeables, en sus cambios de ritmo como figuras de la atención. Así, el trabajo de la forma que distingue a la poeta no produce una forma, sino que es cada vez la forma –precisa, extraña, libre– de que cada cosa llegue a decirse, a ofrecerse, como es.