De Jane Eyre (1847), una de las novelas más famosas de estos dos últimos siglos, se suele guardar la imagen ultrarromántica de una azarosa historia de amor entre una institutriz pobre y su rico y atormentado patrón, en el marco truculento y misterioso de una fantasmagoría gótica. Y se olvida que, antes y después de la relación central con el misterioso, sardónico y violento señor Rochester, la protagonista tuvo una vida: episodios escalofriantes de una infancia tan maltratada como rebelde, años de enfermedad y arduo aprendizaje en un tétrico internado, estaciones de penuria y renuncia en la más absoluta desolación física y moral, inesperados golpes de fortuna, incluso remansos de paz familiar y nuevas -aunque engañosas- proposiciones de matrimonio. Se suele dejar de lado que, en fin, la novela es todo un libro de la vida, una exhaustiva ilustración de la lucha entre conciencia y sentimiento, entre principios y deseos, entre legitimidad y carácter, de una heroína que es la «llama cautiva» entre los extremos que forman su naturaleza.